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francés por su principesco presente. Encomendé su cuerpo a los pájaros
caníbales del cielo.
En otra parte del Libro de las Memorias relato la historia íntegra de mi
pariente pirata, el famoso almirante de la armada francesa, que había
adoptado mi nombre para sus correrías piráticas; nombre que en dialecto
gascón sonaba a Coullon o Collons. Debo destruir la mala fama que me han
atribuido como lugarteniente de mi tío gascón. Lo que sólo en parte es
verdad.
Me erguí en lo que pude. Sentí que estaba aderezado como para una
ceremonia de fasto real en la corte más rica y extravagante del mundo o para
un carnaval de negros en Guinea. En la playa tomaban sol muchachas
desnudas. Algunas danzaban al ritmo de las olas y de cánticos sarracenos de
arrastrado lamento. Lanzaron carcajadas al verme pasar como un es-
pantapájaros ambulante. Algunas se acercaron. Arañaban mi caparazón con
sus uñas pintadas y larguísimas. Sentía cosquillas por debajo, en mi piel. Me
acompañaron un pedazo de camino danzando a mi alrededor. Mi marcha era
muy lenta a causa de la casulla de corcho.
Lentamente, casi doblado en dos por la fatiga y el peso de lo que
llevaba entre las piernas, empecé a caminar rumbo a las lejanas torres de una
ciudad. Después sabría que había recalado en el Algarve, al sur de Portugal.
Desde entonces allí estaría mi patria provisoria hasta más ver. El corsario
muerto me había salvado la vida, regalado una fortuna y dado un ejemplo de
silenciosa circunspección y largueza total. Su principesco presente me
proveería también de casa y comida por mucho tiempo. Sólo que ahora
tendría que ocultarme a mi vez bajo un nombre falso para entrar con
auténtico fasto en la corte de Portugal. Me hice llamar entonces, para
devolverle la honra del parentesco, Guillaume de Casenove. El fantasma de
mi tío me iba a perseguir por largo tiempo.
Esto aconteció, bien lo recuerdo, el 13 de agosto de 1475 (1 + 4 + 7 +
5 = 17). No sé por qué menciono esta fecha. No tiene ninguna importancia.
El tiempo ya no cuenta para mí. Antes lo sentía como la necesidad de un
apuro insensato para llegar a alguna parte sin saber adónde. Sentía el tiempo
como un intenso dolor en las entrañas. Ese retorcimiento de las tripas que le
lleva a uno corriendo con los codos hincados en el vientre a descargar sus
heces en cualquier parte. Luego eso se calma.
Uno aprende a ser un hombre del último cuarto de hora. Con ojos de
peregrinación llega uno siempre tarde a un lugar desconocido que no es el
buscado y deseado. Pero siempre le quedan los postreros trece minutos.
Luego los siete milenios de la Cábala y, por último, la eternidad
interminable en que flotan las Escrituras con las páginas alborotadas por los
aquilones de las edades.
No siento el tiempo ahora. Desde aquel horror que presencié en
Zambia no tengo más sueños. Mi cabalgata sobre el corsario muerto no fue
un sueño. Aunque mucho se le asemejase. No sucede nada. Acaso no esté
recordando sino lo que ya ha sucedido. Tal vez sólo estoy expiando esos
recuerdos, según ya dije en el Libro de las profecías, desde mi cartuja en
Valladolid.
Cuando recuerdo un hecho pasado, mientras escribo estas Memorias,
sólo existe lo que escribo: las letras de mi escritura ilegible, la jerigonza de
mi lengua macarrónica. Escribo palabras. Y en ellas no hay nada de lo que
siento que existe como distinto entre el mundo y yo mismo y que no puedo
expresar.
Las palabras y las frases que he robado de los libros, robadas a su vez
de otros libros, están ahí, sobre los folios, vacías de su sentido original. Para
que digan algo de lo mío, yo necesito vivificarlas con el aliento de mi propio
espíritu; decirlas con mi manera de decir que dice por la manera. Y sólo así
el que me lea sabrá lo que quise decir y no he podido decirlo antes de que él
me leyera, siempre que él también reescriba el texto mientras lo lee, y lo
vivifique con el aliento de su propio espíritu, a cada página, a cada línea, a
cada letra. Y sobre todo, esto es lo esencial, que vea y oiga lo que no está
dicho ni escrito que llena el libro y lo sobrepasa. Un lector nato siempre lee
dos libros a la vez: el escrito, que tiene en sus manos, y que es mentiroso, y
el que él escribe interiormente con su propia verdad.
La palabra escrita, la letra, es siempre robada porque nadie puede
llegar al vacío que está antes de la palabra última-última-primera, después
de la cual todas fueron palabras robadas y todas las que sigan serán palabras
robadas hasta la última-última-última que sea escrita en el mundo.
Irremediablemente.
Lo mismo le sucede a la palabra proferida públicamente o susurrada
en secreto por un agonizante. Por alguien que va a morir de su propia
muerte. O por alguien a quien lo están haciendo morir en el tormento,
rodeado por tumultuosa compañía, en medio de oraciones, ruido de fierros,
de atizadores, del zumbar de las llamas, de alaridos de dolor y el olor de la
carne asada en parrilla y servida en bandeja de sacrificio a Dios Justo, Santo
y Mortal.
El habla y la escritura son siempre, inevitablemente, tomadas en
préstamo de la palabra oral, a un hablante en trance de convertir su
pensamiento en sonidos articulados. No nos podemos comunicar sino sobre
este suelo arcaico. Tal es la naturaleza del robo originario que se perpetúa
sin fin y hace de todo aquel que se quiere «creador» un mero repetidor
inaugurante. Salvo que éste imponga el orden de su espíritu a la materia
informe de las repeticiones, imparta a la voz extraña su propia entonación y
la impregne con la sustancia de su sangre, rescatando lo propio en lo ajeno.
Yo he perdido mi lengua en el extranjero. Y lo que expreso está dicho y
escrito en una mezcla de lenguas extrañas con las que mi hablar no se siente
solidario y de las que mi espíritu no se siente responsable.
En este instante siento que el futuro no existe más y que por tanto el
pasado tampoco existió. Y este momento en que inscribo una coma, marco
un acento o cuelgo una cedilla del trasero de la Ç, desaparece en el mismo
momento. Se reabsorbe en sí mismo. Sólo una tenacidad inhumana puede
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