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Lamar.
Habíamos recibido noticias ciertas de que el gobernador Lamar fue designado
presidente de Texas en una apresurada investidura. Rachel Vachel dijo que este ascenso
de su padre significaba una catástrofe inminente para la República de la Estrella Solitaria.
Yo lo dudaba: aparte de su estúpido lío con su hija y su manía de quitarse la pelusa,
Lamar me había parecido un hombre sagaz y suave, para ser lejano.
El Toro continuó vehementemente:
Aquella broma me hizo cosquillas en la mente. ¿Qué tal resultaría poner dos
maniquíes altos representando al presidente y al jefe? Dentro de los trajes vacíos de cada
uno, habría un ágil camarada moviendo la odiada cabeza en el extremo de un palo.
¡Además de proporcionar un mayor realismo, ofrecerían blanco al auditorio para tirar
cosas!
No es mala idea le dije, interrumpiéndome suavemente. A juzgar por la puntería
observada en la mayoría de los mexicanos, éstos me acertarían a mí con tanta frecuencia
como a los maniquíes. Continué:
Sí puedes idear un método infalible por el cual los hombres de dentro puedan ver lo
que pasa fuera, de modo que no caigan fuera del escenario. Y si siguen mis instrucciones
al pie de la letra. Y si tenéis plástico espuma o cartón piedra para modelar las cabezas. Y
si tenéis un buen escultor caricaturista.
No mencioné que yo era experto en esto último.
¡Basta de condiciones! protestó el Toro . Siempre echas por tierra las ideas de
los demás, sobre todo si implican que debes compartir la escena con otro.
Miré al Toro. Era la primera observación rencorosa, aunque suave, que le oía formular.
¿Aprendió a actuar en sólo una semana? Pero ésta es una profesión muy contagiosa, y a
ella van unidos hábitos de vanidad y charlatanería. Además, un primer actor siempre debe
esperar envidias.
No es cierto le dije suavemente . Ya he propuesto que las señoritas Lamar y
Mora íes...
¡Y yo ya te dije por qué eso es imposible! replicó explosivamente . ¡Mujeres en
escena! Es inaudito. ¡Podría admitirse en la comedia cósmica o erótica, pero esto es un
drama revolucionario serio!
Una farsa revolucionaria seria corregí . Además, hay una objeción inevitable a tu
excelente idea: los maniquíes de Lamar y Hunt tendrían que esgrimir espadas para
contraatacarme, y ello daría lugar a una cruel matanza.
Pero a mi pueblo le divierten las matanzas crueles. Piensa en las corridas, por
ejemplo.
El toro tiene cuernos le recordé.
A pesar de todo, yo podría lograrlo. ¡Observa! replicó, adoptando cierta pose .
Con la mano izquierda levanto el palo con la cabeza así continuó con gran seriedad .
Con la derecha levantada manejo la espada, atada al extremo de otro palo, mientras mis
ojos atisban a través de una ancha ventana trasparente, abierta en medio de la túnica de
Lamar. Hunt podría ser representado por el Tácito añadió, mencionando a un mexicano
que hacía de guardaespaldas mío, aunque anoche ya le eludí.
Alguien se rió Guchu y no pude menos que sonreír ante la imagen del Toro como
mecanismo accionador de un muñeco gigante. Sobrepasamos ya a los guardias y los
reflectores, que fueron apagados, y entrábamos en una ancha galería, tan baja que tuve
que agachar un poco la cabeza, y salpicada de macizos postes de madera vieja
aplastados por los extremos, que soportaban espantosos megatones de solidez.
Hablaste de un trabajo para mí recordé al Toro. El fulgor de actor se apagó en sus
ojos. Señaló a dos gibosos de músculos fibrosos, uno viejo, el otro más viejo, que estaban
acurrucados junto a Guchu mirándome con mucha aprensión y dijo:
Aquí hay dos que han trabajado en las torres grandes que tú, lo mismo que nosotros,
deseabas conocer. Tal vez quieras probar tus poderes hipnóticos con ellos, como hiciste
con Pedro Ramírez.
Me acerqué a ellos con amistosa sonrisa. En las orejas de ambos noté las callosidades
de los automatizados. Su andrajosa indumentaria revelaba muchas cicatrices de
quemaduras, unas pálidas y extendidas, otras protuberantes y retorcidas.
La Muerte no es la figura ideal para un hipnotizador. Pocos encuentran su presencia
simpática y tranquilizadora.
Puse en trance al viejo, pero no logré traspasar la barrera de su memoria que ocultaba
el trabajo que hizo en las torres, y solamente le oí tararear una canción ininteligible que
tenía el mismo ritmo que la que sonsaqué a Pedro Ramírez. Y continuó entonándola
débilmente, aun después de decirle que,e durmiera.
Acaso el más viejo, por estar más próximo a la muerte, no estuviera tan intimidado por
mí. Quizá sintiera incluso una cierta curiosidad. De cualquier modo, me miró
valientemente y, cuando le pregunté sobre su trabajo en las torres grandes, su boca formó
palabras afanosamente.
Pero éstas no vinieron acompañadas de sonido alguno, y ninguno de nosotros, incluido
el Toro, pudo entenderlas por el movimiento de sus labios.
Rompí la barrera de sus centros verbales superiores, pero no de sus cuerdas vocales y
sus pulmones, tal vez a consecuencia de una interpretación literal por parte de su mente
inconsciente de alguna orden hipnótica previa como «guarde silencio». Pudo formar
palabras, porque así lo quiso, pero no pudo articular sonidos. Entonces tuve una
inspiración. Le dije tranquilamente: Cuando le diga «vaya», Federico, haga las cosas
que haría en un día laborable en una de las grandes torres. Realice cada acción
completamente, pero pase a la acción siguiente cuando yo le diga «siguiente». Comience
a las puertas de la torre. ¡Vaya!
Se puso en pie, con su giboso espinazo ahora más a la vista y los músculos del torso y
las piernas un poco tensos, como bajo el peso de un yugo, y dio tres pasos en línea recta.
Siguiente dije, cuando daba el cuarto paso y se aproximaba incidentalmente a un
poste.
Federico dio un cuarto de vuelta y se detuvo, mirando respetuosamente al vacío.
Entonces separó las piernas, extendió los brazos a uno y otro lado con las manos
colgando relajadamente, y abrió ampliamente la boca. Se me ocurrió que podía estar
sometiéndose a un examen médico o, más probablemente, a un registro.
Se volvió en la misma dirección que siguió al principio. Guchu le guió con destreza para
esquivar el poste. Todos le seguimos. Aquélla era una misteriosa representación en el
interior del bosque, bajo de techo y débilmente iluminado, compuesto de tres sectores de
árboles secos.
Esta vez dije «siguiente» cuando daba el quinto paso. Se detuvo y permaneció
relajado, mientras agarraba con la mano derecha algo a nivel de su hombro. Al principio lo
tomé por una herramienta; luego, como no hiciera más movimientos, salvo relajarse
apáticamente, decidí que aquello era un soporte al que se agarraba para no caer.
Sin embargo, estaba haciendo otros movimientos: leves contorsiones y empellones,
como acomodándose a otros seres que se movieran a su lado o le adelantaran.
Poco a poco, sus piernas se juntaron y sus codos se arrimaron a sus costados: el
soporte imaginario estaba ahora casi junto a su hombro. Le vi como miembro de un grupo
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