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leal ciudad» cualquiera. Las chicas de blanco son nuestras damas de honor y nos
conducen al torneo donde los bravos caballeros se disputarán el honor de... ¡Quiera
Dios que esos patosos muchachos no hayan echado demasiado aceite, esta mañana, a
los farolillos de colores! ¡Con las sacudidas que les dan a los mástiles los chicos
aulladores y trepadores, nos íbamos a poner perdidas! No nos hablamos entre
nosotras, no tenemos nada que decirnos, demasiado ocupadas en arquear nuestras
cinturas al uso de las gentes de París y en inclinar la cabeza a favor del viento para
que revoloteen nuestros cabellos...
Llegamos al patio de las escuelas, hacemos un alto, nos agrupamos, la multitud
fluye por todas partes, se aprieta contra las paredes y algunos trepan por ellas. Con las
puntas de los dedos, apartamos fríamente a las compañeras demasiado dispuestas a
rodearnos, a sofocarnos; intercambiamos frases agrias: «¡Ten cuidado!» ––«¡No me
vengas con tantos melindres, que ya te has lucido bastante esta mañana!» La
grandullona de Anaïs opone a las burlas un silencio desdeñoso; Marie Belhomme se
enerva y yo me contengo hasta el límite de mis fuerzas para no quitarme una de mis
sandalias y estamparla sobre la cara de la más burra de las Jaubert, que me ha
empujado disimuladamente.
El ministro, escoltado por el general, por el prefecto, por un montón de
consejeros, de secretarias y de qué sé yo qué más (es un mundo que no conozco muy
bien), se abre paso entre la multitud, ha subido al estrado y se instala en el hermoso
butacón, demasiado dorado, que el alcalde ha sacado de su propio salón
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Librodot
Claudine en la escuela
Colette 123
expresamente. Parco consuelo para el pobre hombre, que ha tenido que quedarse en
casa, por culpa de la gota, en este día inolvidable. El señor Jean Dupuy suda y se
enjuga la frente; apuesto a que daría cualquier cosa para que ya fuera mañana. Claro
que al fin y al cabo, para esto le pagan. A sus espaldas, en semicírculos concéntricos,
se sientan los consejeros generales, el consejo municipal de Montigny... Toda esa
gente, bañada en sudor, no debe oler muy bien que digamos... Pero bueno, ¿qué pasa
con nosotras? ¿Se acabó nuestra gloria? ¿Nos dejan abandonadas, sin que nadie nos
ofrezca ni siquiera una silla? ¡Esto pasa de castaño oscuro! «Vosotras, venid, vamos a
sentarnos.» A duras penas nos abrimos un pasillo hasta el estrado, las de la bandera y
las que llevan portaestandartes. Desde ahí, levantando la cabeza, llamo a media voz a
Dutertre, que charla, inclinado sobre el respaldo del señor Prefecto, justo en el borde
del estrado.
––Señor, oiga, señor. ¡Señor Dutertre, oígame! ¡Doctor!
Escucha esta última llamada mejor que las anteriores y se vuelve hacia mí,
sonriente, mostrando sus colmillos:
––¡Conque eres tú! ¿Qué quieres? ¿Mi corazón? ¡Tuyo es!
Ya me parecía que estaba borracho.
––No, señor, más bien preferiría una silla para mí y otras para mis compañeras.
Nos han dejado abandonadas por ahí, solas, con las simples mortales, es una
vegüenza.
––¡Realmente, clama al cielo! Vais a escalonaros, sentadas sobre las gradas de
modo que el populacho, mientras les fastidiamos con nuestros discursos, pueda por lo
menos alegrarse la vista con vosotras. ¡Vamos, subid todas!
No tiene que repetirlo. Anaïs, Marie y yo nos encaramamos las primeras, con
Luce, las Jaubert y las restantes portaestandartes detrás de nosotras, estorbadas por
sus lanzas que se enredan, tropiezan y de las que tiran vigorosamente, apretando los
dientes con la mirada baja, porque piensan que todo el gentío se burla de ellas. Un
hombre ––el sacristán–– se apiada de ellas y complacientemente recoge todas las
banderolas y se las lleva. No cabe duda de que los vestidos blancos, las flores, las
banderolas, han hecho creer a este buen hombre que asistía a un Corpus un tanto laico
y, obedeciendo a una vieja costumbre, se lleva nuestros cirios, perdón, nuestras
banderolas, al término de la ceremonia.
Una vez instaladas, miramos altivamente a la multitud a nuestros pies y a las
escuelas frente a nosotras. Unas escuelas, ahora, encantadoras, bajo las cortinas de
verdor, bajo las flores, bajo todos los adornos temblorosos que disimulan su seco
aspecto de cuartel. En cuanto al vil populacho formado por las compañeras que se han
quedado abajo y que nos miran envidiosamente, dándose codazos, las ignoramos
olimpícamente.
Se remueven las sillas sobre el estrado, se oyen toses y nosotras nos damos media
vuelta para poder ver al orador. Se trata de Dutertre, quien, bien plantado en el centro, [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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