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señora Perraud puede, por otra parte, pretender la porción que le ha sido dada por el
emperador.
Pero como que no era viuda, la base es falsa y el decreto nulo.
Estoy conforme, pero todo se pleitea. Escuche usted. En estas circunstancias,
yo creo que una transacción sería para usted y para ella el mejor desenlace del proceso,
y usted ganaría con ello una fortuna mucho más considerable que aquella á que tiene
usted derecho.
Pero eso sería vender la mujer.
Con veinticuatro mil francos de renta y en la posición en que usted se
encuentra, tendrá usted mujeres que valdrán más que la suya y que le harán más feliz.
Hoy mismo precisa ir a ver á la condesa Ferraud; pero no he querido dar este paso sin
consultarle á usted antes.
Vayamos juntos á su casa.
¿En la posición en que usted se encuentra? dijo el procurador. No, no, coronel,
no, porque podría usted perder con ello su causa.
Pero vamos á ver, mi causa ¿puede ó no puede ganarse?
Yo lo creo, respondió Derville; pero, señor Chabert, usted no se fija en una
cosa. Yo no soy rico, tanto que aun no he acabado de pagar mi procuraduría. Si los
tribunales conceden á usted una provisión, es decir, una suma tomada de antemano de
la fortuna de su mujer, no lo harán seguramente hasta después de haber reconocido sus
títulos de conde de Chabert y de gran oficial de la Legión de honor.
¡Toma! pues es verdad, ya no me acordaba de que soy oficial de la Legión de
honor, dijo Chabert con sencillez.
Ahora bien, hasta entonces ¿no será necesario pleitear, pagar abogados, gastos
de curia y vivir? Las costas de los juicios preparatorios ascenderán inmediatamente á
doce ó quince mil francos. Yo, que estoy reventado por los enormes intereses que pago
al que me prestó el dinero para comprar el estudio, no los tengo, y usted ¿dónde los
encontrará?
Al oír estas palabras, un raudal de lágrimas brotó de los marchitos ojos del pobre
soldado y rodó por sus arrugadas mejillas. Al considerar tantas dificultades perdió los
ánimos; el mundo social y judicial le oprimía el pecho como una pesadilla.
Iré al pie de la columna de la plaza Vendome, exclamó, y gritaré allí: «¡Yo
soy el coronel Chabert, el que rompió el gran cuadro de los rusos en Eylau!», y estoy
seguro de que el bronce me reconocerá.
Sí, y le llevarán á usted á un manicomio.
Al oír el temible nombre de manicomio, la exaltación del militar cesó.
¿Y no podré encontrar en el ministerio de la guerra algún medio de salir con la
mía?
¡Allí! dijo Derville. Guárdese usted de ir, á no ser con un juicio en regla que
declare nula su acta de defunción. Porque en aquellas oficinas lo que quisieran sería
hacer desaparecer á todos los héroes del Imperio.
El coronel permaneció durante un momento aturdido, inmóvil, mirando sin ver,
abismado en una desesperación sin límites. La justicia militar es franca, rápida, decide á
lo turco, y juzga casi siempre bien. Esta justicia era la que quería él. Al ver el dédalo de
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Librodot El Coronel Chabert Honorato de Balzac
dificultades que era preciso vencer y el mucho dinero que había que gastar, el pobre
soldado recibió un golpe mortal en esa potencia particular del hombre que se llama
voluntad. Le pareció imposible vivir pleiteando, y juzgó mil veces más sencillo
permanecer pobre, mendigando, ó alistarse como soldado en algún regimiento que le
admitiese. Sufrimientos físicos y morales habían viciado ya algunos de los órganos más
importantes del cuerpo, y estaba ya muy próximo á una de esas enfermedades para las
que la medicina no tiene nombre, y cuyo asiento es, en cierto modo, móvil como el
aparato nervioso que parece el más atacado de los de nuestra máquina, afección que
sería preciso llamar el esplín del infortunio. Por grave que fuese ya aquel mal invisible,
pero real, era aún curable mediante un feliz desenlace; pero así mismo para destruir por
completo aquella vigorosa organización, bastaría un obstáculo nuevo, algún hecho
imprevisto que rompiese sus débiles resortes y que produjese esas dudas, esos actos
incomprensibles é incompletos que los fisiólogos observan en los seres anonadados por
los pesares.
Al ver los síntomas de un profundo abatimiento en su cliente, Derville le dijo:
No se desanime usted, porque la salvación de este asunto sólo puede serle
favorable. Dígame nuevamente si me concede usted toda su confianza y si acepta
ciegamente el resultado que pueda yo obtener y juzgar como más favorable para usted.
Haga usted lo que quiera, dijo Chabert.
Sí ¿pero se entrega usted á mí como hombre que va á la muerte?
¿No voy á quedar sin nombre y sin derechos? ¿Es eso tolerable?
Yo no lo entiendo así, dijo el procurador. Empezaremos amistosamente un
juicio para anular su acta de defunción y su matrimonio, á fin de que recobre usted sus
derechos. Por mediación del conde de Ferraud, volverá usted á figurar en las filas del
ejército como general y obtendrá usted, sin duda, una pensión.
Conforme, respondió Chabert. Me entrego á usted en cuerpo y alma.
Mañana le mandaré á usted un poder para que lo firme. Adiós, y ánimo, y si
necesita usted dinero, ya sabe que puede contar conmigo.
Chabert apretó calurosamente la mano de Derville y permaneció apoyado contra
la pared, sin fuerzas para seguirle más que con los ojos. Como todos los que tienen poco
conocimiento de los asuntos judiciales, se asustaba ante la idea de aquella lucha
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