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Y el otro miró las aguas que surcaban, y tenían el color de la tinta; y hasta las
salpicaduras que despedían las ruedas parecían grajos y cuervos. En seguida
comprendió y gritó a todos los demás que se quedaran junto a los cañones, pues no
podía decir que se prepararan a quienes estaban preparados desde hacía tanto tiempo.
Enfrente se encontraba un islote más elevado que casi todos los demás, coronado de
árboles altos y sombríos; y en ese punto el canal se torcía, de modo que el viento, que
había soplado fijo de popa, golpeó el mirador. El timonel hizo girar la rueda y el marinero
de guardia soltó algunas escotas y atesó otras, y la proa del barco dobló la pronunciada
curva del risco y allí, ante ellos, apareció un largo casco de poca manga, con un único
castillo en la crujía y un solo cañón mayor que todos los que ellos llevaban y que
asomaba por una única tronera.
Entonces el joven nacido de sueños abrió la boca para ordenar a los artilleros de proa
que abrieran fuego, pero antes que sus palabras bramó el cañón enemigo con un sonido
que no era como el del trueno u otro ruido conocido a los oídos de los hombres, sino
como si hubieran estado en una alta torre de piedra y ésta se hubiera derrumbado en un
instante.
Y el proyectil del disparo alcanzó la recámara del primer cañón de estribor, rompiéndolo
en pedazos y reventando él mismo, de modo que los fragmentos de cañón y proyectil se
esparcieron por el buque como hojas oscuras antes de un vendaval y mató a muchos
hombres.
Entonces el timonel, sin esperar orden alguna, hizo girar el barco hasta que la batería
de babor quedó apuntando, y los cañones, como lobos que aúllan a la luna, dispararon a
discreción de los hombres que los servían. Y sus proyectiles pasaron a uno y otro lado del
único castillo del enemigo, y algunos lo acertaron produciendo el ruido de campanadas
fúnebres por los que habían perecido un momento antes, y otros se perdieron en el agua
ante el casco que lo sostenía, y otros dieron sobre la cubierta (que también era de hierro)
y al contacto con ella volaron rebotados hacia el cielo con un ruido chillón.
Entonces volvió a hablar el único cañón del enemigo.
Y así continuó durante instantes que parecieron años enteros. Por fin, el joven pensó
en el consejo de la princesa, la hija de la Noche; pero aunque el viento soplaba fuerte, no
era del todo favorable, y si hubiera de enmendar el rumbo, hasta que soplara desde el
barco hacia el enemigo, según el consejo de la princesa, durante un buen rato ningún
cañón apuntaría salvo la artillería de proa, y cuando lo hicieran sería la batería de estribor,
uno de cuyos cañones había sido destruido causando tantos muertos.
Pero en ese momento se le ocurrió que estaban luchando como lo habían hecho otros
cientos que ya estaban muertos, y sus barcos hundidos y sus huesos esparcidos por los
innumerables canales que daban vueltas y surcaban como una maraña la superficie de la
isla del ogro. Entonces transmitió su orden al timonel; pero nadie respondió, pues éste
había muerto y la rueda que había sostenido lo sostenía ahora a él. El joven nacido de
sueños empuñó entonces el timón y presentó al enemigo la estrecha proa del buque.
Entonces pudo verse cómo las tres hermanas favorecen al intrépido, pues el siguiente
disparo del enemigo, que pudo haber barrido el barco de proa a popa, cayó a babor a la
distancia de un remo. Y el siguiente, a estribor a la distancia del ancho de un bote.
Y ahora el enemigo, que antes se había mantenido firme, no intentando huir ni
acercarse, dio media vuelta. Viendo que escaparía si podía hacerlo, la tripulación dio un
gran grito, como si ya hubieran alcanzado la victoria. Pero, ¡oh maravilla!, el único castillo,
que hasta entonces todos habían creído fijo, giró en el sentido contrario, de modo que el
enorme cañón, más grande que cualquiera de los cañones de la nave, seguía apuntando.
Un momento después el proyectil acertó en la crujía, arrancando un cañón de la
andana de estribor como un borracho hubiera podido arrojar a un niño fuera de la cuna,
rebotando por toda la cubierta y destrozándolo todo. Entonces los cañones de la batería
(los que quedaban) soltaron a coro fuego y hierro. Y como ahora la distancia era menos
de la mitad de lo que había sido (o quizá porque la naturaleza del enemigo se había
debilitado con el miedo), los proyectiles ya no golpeaban el castillo con un hueco sonido
metálico, sino con un crujido como si la campana que ha de anunciar el fin del mundo se
estuviera resquebrajando; yen la aceitosa negrura de hierro aparecieron unas grietas.
Y por el tubo de comunicación el joven habló a quienes en la sala de máquinas habían
perseverado en alimentar las calderas con troncos, gritándoles que echaran brea a las
llamas como había aconsejado la princesa. Al principio, temió que todos ellos hubieran
muerto, y después que no hubieran entendido la orden con el fragor de la batalla. Pero
una sombra cayó sobre el agua iluminada por el sol entre el enemigo y él, y miró hacia
arriba.
Se dice que antiguamente una niña andrajosa, hija de un pescador, encontró en la
arena una botella sellada, y al abrir el sello y extraer el corcho se convirtió en reina de
hielo a hielo. De la misma manera así pareció , un ente elemental, animado por la
fuerza que forjara la creación, escapó de las altas chimeneas del barco, tropezando
consigo mismo en oscuro regocijo y creciendo a cada empellón que le daba el viento.
Y el viento seguía viniendo, y lo agarraba con innumerables manos y lo llevaba en una
masa sólida depositándolo sobre el enemigo. Aunque ya no se veía nada ni el largo y
oscuro casco de cubierta de hierro, ni el cañón único cuya boca les había anunciado el
cataclismo , no perdieron un solo instante, bajaron los cañones y dispararon hacia la
negrura. Y de cuando en cuando también se oía el cañón del enemigo, pero no se veía
ningún destello ni podía adivinarse adónde iban a parar los proyectiles.
Tal vez aún no habían acertado a nada y todavía seguían viajando alrededor del
mundo, buscando el blanco.
Estuvieron disparando hasta que los cañones brillaron como lingotes recién fundidos.
Entonces disminuyó el humo que durante tanto tiempo había estado saliendo, y los de
abajo gritaron por el tubo que habían consumido toda la brea, y el joven nacido de sueños
ordenó que el fuego cesase, y los hombres que habían atendido los cañones cayeron
sobre cubierta como otros tantos cadáveres, tan agotados que ni podían pedir agua.
La negra nube se esfumó, no como la niebla en el sol, sino como un ejército de maligna
fortaleza que se disuelve ante la repetición de las cargas, cediendo por aquí, resistiendo
tozudamente por allá y aun logrando crear alguna escaramuza cuando parece que todo
ha concluido.
En vano escrutaron entonces las olas recién bruñidas en busca del ogro. Nada vieron:
ni el casco, ni el castillo, ni el cañón, ni planchas ni palos de navío.
Lentamente, con tanta cautela que diríase que temían a un enemigo invisible,
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